A veces hay que decir ‘lo siento’
La realista historia entre Carlos Mayo, futuro médico, y su sabio entrenador, Mareca, el hombre que lleva trabajando 45 años de calderero. Un dolor de rodilla le impedirá ir al Europeo de cross que había vuelto a ganarse.
Aquí, un entorno sabio. Una historia destinada a contestarlo todo, a encontrar a gente sencilla, entre la que tal vez exista la misma distancia que separa el día y la noche. Uno es el entrenador, José Luis Mareca, de 59 años que lleva trabajando desde los 14 de calderero en un polígono industrial de Zaragoza, horario de siete de la mañana a tres y cuarto. El otro es un atleta, Carlos Mayo, matriculado en quinto curso de medicina y aspirante a traumatólogo. La última vez que lo hemos visto ha sido en el cross de Atapuerca, donde corrió maravillosamente. Entonces era imposible imaginar que le doliese la rodilla, porque ni siquiera él daba importancia a ese dolor. “De hecho, fue al médico el mismo lunes y le dijo ‘descansa unos días y no te preocupes'”, recuerda Mareca, el viejo entrenador. “A la semana siguiente, visto que no mejoraba, volvió y esta vez le infiltró. Pero, al final, ya hemos sido nosotros los que, dado que el dolor no desaparece, llegamos a la conclusión de que no se puede entrenar con dolor. No podemos ir al Europeo de cross que iba a ser el último suyo en categoría sub 23. Pero estas cosas pasan. No podemos escapar de ellas”.
“El tiempo lesionado no es tiempo perdido, es tiempo invertido”.
La realidad es que da pena o da rabia no verle en el próximo Europeo, donde se intuía otra medalla. Pero la siguiente lectura es más habilidosa, la de no arrepentirse de lo que no tiene solución o la de escuchar a Mareca en la pista del Centro Aragonés del Deporte. Allí, las arrugas del entrenador se parecen a las de los padres que dieron todo por tí. En realidad, tiene algo demasiado interesante este hombre. Quizá sean los 45 años que lleva trabajando en la misma empresa donde, al menos, le quedan las tardes libres lo que consintió su vocación por el atletismo. Subcampeón de España de gran fondo de 30 km, por detrás de Ramiro Matamoros, a los 24 años, se hizo entrenador y guió a su mujer hasta ser campeona nacional de maratón con 2h43m. Hoy, ni siquiera presume en la intimidad de llevar a un atleta de la clase de Carlos Mayo por no hablar de Toni Abadía. “No hay que equivocarse nunca”, replica Mareca sin sombras que puedan hacerle frente. “Si el atleta no tiene esa materia prima no hay nada que hacer”, insiste con el mismo realismo que le dice estos días a Carlos Mayo, “lo siento” y le recuerda que “estas cosas pasan”, la ley de la experiencia es incorregible. “El tiempo lesionado no es tiempo perdido, es tiempo invertido”.
“Toni, ¿estás seguro de que es sano esto que hacemos?”
Pero la idea es ir más allá del momento aquí, en Zaragoza, en una ciudad donde no existe un Centro de Alto Rendimiento. El entrenador es un hombre a tiempo parcial. Es más, es un hombre que madruga demasiado y que hace un duro trabajo físico por las mañanas. Sin embargo, ese mismo hombre lleva a dos atletas que opositan entre los mejores del continente y Carlos Mayo es prueba fiel. Un chaval de 22 años que ya ha sido campeón de Europa en su categoría.
Un atleta de mirada y peinado cinematográfico que acepta la prosa de este mundo. Alérgico al desengaño, juega con ventaja: ha aprendido a escuchar a su cuerpo. Los libros de Medicina sólo son la prolongación de lo que siente todas esas tardes en la pista, donde él se lo pregunta tantas veces a Abadía. “Toni, ¿estás seguro de que es sano esto que hacemos?” La respuesta figura en los latidos de su corazón, que desafía las 200 pulsaciones. Pero, en cualquier caso, sigue sin haber negociación posible, porque “me encanta este sufrimiento. Soy muy sufridor. Soy uno de esos tipos raros a los que les gusta sufrir”.
Pero, en realidad, Mayo tiene algo más.
Tiene ese ojo de halcón. Quizás, incluso, las posibilidades de un gigante: un atleta de 3’41” en 1.500 lo que también le diferencia de su entrenador que fue, sobre todo, un fondista en aquellos tiempos en los que aprendimos: “El que vale, vale, y el que no al maratón”. Pero esa es otra de las razones por las que no salimos de Zaragoza ni dejamos de imaginar mundos tan distintos y a la vez tan compatibles. El del entrenador por las mañanas, en esa industria a pie de obra, en la que se hacen los depósitos para Gas Butano, gasoil…, la edad es el precio que pagamos por vivir. Al otro lado, en la universidad, el atleta, de 22 años, hijo de farmacéuticos que trabajan en el hospital militar de Zaragoza, de los que heredó la idea por la Medicina. Lleva una media de notable en exámenes de tipo test que, para él, tienen un valor añadido. “Me ayudan a comprender como funciona el cuerpo humano sin necesidad de aprender los temarios de memoria. Aquellos tiempos ya se acabaron con la Selectividad”.
La diferencia también se prolonga por las tardes, donde el atleta casi siempre va con el tiempo justo. Sobre todo, en época de exámenes, porque esa es la vida de estudiante de Medicina. Los libros son inmensos y él se hizo a esa vida, a jugar contrarreloj, “porque esa es mi manera de organizarme, la de recordar que soy más productivo cuando me falta tiempo que cuando tengo toda la tarde libre. Al final, debe ser por instinto, siempre lo dejo todo para última hora”. Pero esas ya son sus cartas. “Soy imposible de imaginar sin el deporte. He hecho hasta equitación”. Un diagnóstico que provoca que hoy uno no ceda un centímetro frente a la pasión que provoca su nombre, su historia o su organizador: José Luis Mareca, el entrenador de 59 años, en las antípodas de la retórica, un hombre que podría haber protagonizado hasta una novela de Delibes. “Para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído el Quijote”, decía Delibes.
Quizá Mareca se aproxime a ese retrato o quizá no, juzguen ustedes. Sobre todo, los que le conocen. Pero, como mínimo, me parece que esta historia nos hace pensar sin alejarnos de la clase media. Es más, admite la posibilidad de escribir desde algo tan humano como el sacrificio. Una ruta capaz de deparar enormes sorpresas como la de ese primer día en el que yo mismo entré en la moderna pista de Gallur en Madrid y una de las primeras fotografías, pegada en la pared a cinco columnas, era la de este atleta de 22 años, Carlos Mayo, en plena lucha por la medalla en el Europeo de cross de Cerdeña. Y entonces me pareció que esa imagen, llena de barro y de dientes, tal vez recortaba distancias con eso que llamamos perfección y que nos vuelve a recordar a Delibes: “Los hombres se hacen, las montañas están hechas ya”. Y si no puede ser hoy ya será mañana. “”Permitamos que el tiempo venga a buscarnos en vez de luchar contra él”, añadía antes de decir ‘lo siento’.